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Los ojos de pescado de tres mujeres muertas

Dalmacia Ruiz-Rosas Samohod presenta Palacio de justicia, su último poemario por Hipocampo editores.

Publicado: 2013-09-11

“¿Es mío este ojo de pescado?” se pregunta la suicida dentro de una caja oscura en la que hay otras dos mujeres muertas y un hombre de perfil que se derrama como un líquido oscuro entre sus pies. También es sombra de sus propias manos al cuello, apretando, fuerte, acariciando la falta de aire, el dolor y la muerte. Parecen dar inicio a una escena extraña, a la construcción de sus historias y desgracias o a lo que la poeta Dalmacia Ruiz-Rosas Samohod ha nombrado Palacio de Justicia, su último libro.   

Esas mujeres y el hombre que las acompaña –el abogado- son personajes del poemario, el mismo que lleva más de treinta años guardado como dentro de una caja, como esas mismas mujeres y el hombre de perfil, el que vigila y puebla como el miedo los rincones oscuros, la ironía y la falta de justicia. Ellas representan distintas épocas del Perú. Dos nacen en el año 30 y una es contemporánea a la poeta que comenta Stella Puelles la primera en aparecer no solo pertenece al libro. Ella es un recuerdo muy fuerte. Se mató trágicamente sin llegar a la secundaria. Éramos mejores amigas. A través del poema la revivo para volverla a matar

“¿Es mío este ojo de pescado?”, parece repetir Stella dentro del palacio derruido que le da un eco monstruoso a su voz inexistente. Se le siente una vejez prematura, tanto como una enfermedad de esas que aparecen sobre la mesa del desayuno y destruyen cada mañana. La casa la ahoga, su propia rutina, cómoda y vacía. Ella sueña sobre “esta ceniza blanca y fría”. Es perra, es Vallejo, es Ofelia. 

Se lamenta y se convierte “para ti hay una rata dócil esperando entre las sábanas/que por magia del amor se convierte en una bella muchacha que te ama” cito. Y las manchas de Stella que son heridas blancas sobre los labios, se extienden por las paredes y se comen la casa que va desapareciendo partes de su cuerpo y a ella de la simple faz de un mundo limitado en el que las mujeres reconocen a sus maridos como pérdidas o a sí mismas como costureras de los hombres que les pertenecen como malos hábitos. Terminarán llevándoles alcohol en latas de leche a la cárcel. Es su destino.

La luz cenital de pronto deja a Stella, suspendida sobre la silla de su comedor de diario y enfoca a Ana Laipe (Lima 1930) la mujer de un lumpen, la madre, la retorcida que hunde el cuerpo en la violencia de su marido, con amor, con entrega, como si fuera la selva espesa a la que pertenece. Termina siendo solo otra NN revela Dalmacia


Del colegio de abogados del Perú

Las tres mueren en circunstancias dudosas… entonces tiene que haber un abogado comenta Dalmacia, que presenta a este personajes como el orden siniestro que las arrastra junto a él. Es la imagen de la desesperación y su convivencia frente a ella. “Bajo el cielo los árboles se cierran sobre nuestras cabezas”. "Lo mejor de nosotros ha muerto” se decreta. “-yo de mi casa hice mi propia horca/con la mirada fija en ella como un propio espejo” responde una de ellas que se arrastra alrededor del abogado como un trapo húmedo o gusano de tela. 

Escuche, abogado, el palacio de justicia es suyo como un reino falso en el que las tres mujeres se saben útiles en su lenguaje, en su acción de narrarse a ellas mismas.

Ya no reclaman lo que les hicieron, o cómo las trató la vida. Él no está ahí para escucharlas sino para rechazarlas. El abogado terminará siendo solo otro muro en el que ellas se rompen la cabeza, los huesos, los recuerdos y siguen narrando bajo la eternidad que les podría conceder el infierno o la existencia del libro en el que se han visto envueltas. “Nos golpea de frente Este es el dolor/ Conozco su ronquido sordo Este es el dolor/ Lento vampiro solitario Este es su dolor” El abogado vuelve sobre Stela Puelles y le restriega que está sobre la sangre, completamente sola, hecha mancha sobre la silla en la que se sentaba “Mientras seca los cubiertos/el cerebro se le escurre por entre los ojos”


El teatro de la mujer, el salvaje y el animal

Rosita Taipe muere en 1930 en un sanatorio, ardiendo en fiebre, en la locura que empapa las sábanas del hospital en el que la recluyen. “Tu cabeza está viva/ tu cuerpo está creciendo hacia dentro de la tierra” podrían decirle sus voces, las que le inventan y las que oye desde el rumor de su sangre recorriendo su propia ira. La locura no podría estar fuera del Palacio de justicia que regenta el abogado como orden y personaje. Así terminan sus ojos: posados sobre la locura de Rosa Taipe “una mujer con siete cuchillos en el corazón/ Su corazón/ ennegrecido como las fotos de los desaparecidos/mostradas por sus mujeres en alguna plaza de Suramérica/Él era mayor que ella/ Ella era menor que él”. La justicia posa sus ojos pero no hace más. La metáfora funciona y se convierte en crítica.

Y con el sol revolcándose en su rabia van desapareciendo todos, las arañas, los muchachos obsoletos que las rodearon, los ritos, los botones que se cosen a la frente como actos desesperados que buscan felicidad, pero todos terminan arrastrados hacia las cañerías de las casas que las encerraron. El Palacio de Justicia expone sus ruinas, a las tres mujeres pegadas a sus columnas como ramas secas que seguirán creciendo con descuido. El sol no puede hacer más que seguir secándolas como el mismo abogado que las encerró en ese infierno, caja, poemario.


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Dinosaurios de latón

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