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Esa otra ciudad que existe sobre rieles oxidados

Una lectura a Trenes, de la poeta peruana Roxana Crisólogo.

Publicado: 2013-09-10


PUBLICADO: 2013-07-30 


Las noches de otros países podrían ser manos que asfixian a los migrantes. A veces, no siempre. Lo son cuando, sin que haya nada que cubra sus cabezas, se dan cuenta que ese cielo no es el suyo.

Llueven la nostalgia, una niñez cuyos olores casi se tocan en la nariz, solo que no existen y el recuerdo de las hermanas, del padre y del abuelo se transforman en el miedo a la misma distancia que se eligió y es solo soledad.

Es cuando todo va siendo tomado frente a quien parece rezarle al pasado y lo busca bajo el sonido de los rieles sobre los que avanza una ciudad, suma de todas. Es también desarraigo y herrancia, costumbres que se transforman, y sobre las que se reclama identidad.

Roxana Crisólogo construye así Trenes, poemario publicado en México DF por El billar de Lucrecia, sello dirigido por la poeta Rocío Cerón. En él todas las ciudades son una, nómada sobre el solo riel o movimiento. Detrás de una ventana helada el abuelo atraviesa una cabeza como una bala “entrenado para abrirle la trocha al tren /hacía azúcar del polvo de los cadáveres de los que no consiguieron sacar el cuerpo a tiempo".

La familia es un espacio o montón de prendas con aromas que no alcanzaron al sujeto que partió. Éste las recuerda como objetos que son puentes inconclusos a canciones que solo suenan en la cabeza, que perdieron sonido y que traen tardes bajo el sol que se alargaban como el plástico, sin ser más que otra tarde cualquiera reconociendo los olores de la calle como parte de lo que nos enseñaron a llamar barrio, ciudad.

El yo poético se reconoce como una extranjera viajando en tren a Moscú, llenando de tos los compartimentos, recibiendo el encargo de ser otro cuerpo que busca lo más primario, agua y una luz que sirva como daga, que lastime, corte y exponga su piel-piel.

Los recuerdos que toca en sus sienes o ceño fruncido, se mezclan con las imágenes que va recibiendo cuando la luz la corta junto a la madre o las hermanas. El cuerpo baila, sin movimiento, sentado y reconoce Lima como una ciudad a miles de kilómetros, en la que el reloj del padre arrojaba las horas como si nada. El tiempo ya no pertenece a los lugares de la infancia, ya no es inagotable, sino que avanza como los mismos rieles o como parte de una ciudad construida -otra vez el tren- que invisibiliza la lluvia.




El lenguaje extranjero esconde a las personas. El lugar del destino no es claro mientras la mujer sabe que su hija aprende una lengua para ser una persona aun más silenciosa, distante a las tardes de plástico en la que Lima era el sabor de ese sudor que bajaba por la cara a la boca o pobreza, felicidad, una casa en un barrio de la periferia. Entonces la hermana, "la muchacha pobre de San Juan de Miraflores cerca de lo que algún día llegará a ser un tren", sube también a esta suerte de ciudad en la que sus habitantes o pasajeros escuchan los rieles, la manera en la que se alejan y son asaltados por los recuerdos, pero no pueden tocar la lluvia que cae y se reitera en cualquier otro lugar del mundo menos en Lima. Ella terminará vendiendo en un idioma que no existe en un país que tampoco existe.

La soledad también es enfermedad o la trae de regreso "Tiempos de TBC. Entonces recibía un plátano y once pastillas de golpe” cito verso.

Trenes también es un monólogo intenso sobre el miedo, en el que el cielo es acordonado y puede ser incendiado por manifestantes, por los indignados, por cualquiera. No es la cómoda panza de burro que rasca Lima, sino otro fragmento doloroso de la distancia o la noticia de un baile eterno de latinos en un sótano sin luz, mientras el tren como una ciudad fría avanza, dejando sus sonidos de rieles como ruinas de otras ciudades, casas o tardes en las que atravesar una casa pobre cerca de veredas sin asfaltar era atravesar el mundo, pequeño, entrañable y propio.


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Dinosaurios de latón

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