#ElPerúQueQueremos

La danza de los malditos

Los Malditos Leila Guerriero (ED) Universidad Diego Portales Santiago – Chile 2011

Publicado: 2013-06-03

Por Cecilia Podestá

El círculo de los malditos no ha de cerrar nunca. Su infierno, sus llamas, su lenguaje son abismos voluntarios. Las historias que ahí vuelven a ocurrir después que de que todos ya han muerto son una navaja helada en la nuca. Al voltear no habrá nadie. Deberemos pagar por el simple hecho de amado el dolor intenso de los otros.

Montevideo 980 7d. Hay quienes hasta ahora pasan por ahí y tocan la puerta, esperando quien sabe qué e imitando al poeta Fernando Noy, quien lo hacía hasta hace diez años. Solo que Alejandra Pizarnik se mató en 1972 y los que la buscan en su viejo edificio no esperan encontrarla sino que la llevan en el brazo, convertida en libro, en mito y más. La escritora Mariana Enriquez titula “Alejandra Pizarnik, vestida de Cenizas” el perfil biográfico que conforma Los malditos, editados por la periodista Leila Guerriero (Universidad Diego Portales 2011).

Son 17 perfiles, o formas inexactas que logran el golpe o la relación cercana que quizá no hubiéramos necesitado con quienes en muchos casos, fueron nuestras primeras lecturas. Así la prosa de otros 17 reconocidos narradores nos acercan cada vez más a las tristes hogueras donde sus historias siguen quemando cada cosa escribieron, manteniéndolas como brasas que podrían arrancar piel. Si bien no todos los perfiles son de escritores que conozcamos, es una buena oportunidad para ir en busca de su prosa y verso y caer voluntariamente como quien dispara en contra de otro o de sí mismo.

Alan Pauls escribe sobre Jorge Barón Biza, Alejandra Costamagna sobre Teresa Wilms Montt, Daniel Titinger sobre Martín Adán, Andrés Felipe Solano sobre Bernardo Arias Trujillo, Óscar Contardo sobre Rodrigo Lira, Juan Gabriel Vásquez sobre Porfirio Barba Jacob, Edmundo Paz Soldán sobre Jaimne Saenz, Graca Ramos sobre Samuel Rawet, Gabriela Alemán sobre Pablo Palacio, Rafael Lemus sobre Jorge Cuesta, Juan José Becerra sobre Ignacio Anzoátegui, Rafael Gumucio sobre Calvert Casey, Boris Muñoz sobre Rafael José Muñoz, Roberto Merino sobre Joaquín Edwars Bello, Marco Avilés sobre César Moro, Mariana Enríquez sobre Alejandra Pizarnik y Alberto Fuguet sobre Gustavo Escanlar.

Ellos probablemente se encontraron en el inferno y comenzaron diálogos imaginarios, peligrosos, sin salida y extrajeron frases como dardos, esquinas rotas, titulares o maldiciones.

Si tenés un hijo todo va bien, si tenés una hija tendrás que cuidarle la concha sentencia el uruguayo Gustavo Escanlar, a través del perfil escrito por Alberto Fuguet.

Así volvimos a ver la cara envuelta en ácido de la madre de Jorge Barón Biza, quien construyó su narrativa alrededor de los suicidios de su familia. Tocamos la miseria de César Moro quien vino en barco desde Europa con un perro de raza, esperando cruzarlo y vender sus crías. Sentimos la sinrazón y la eterna resaca del boliviano Jaime Saenz y la tristeza de un último encuentro entre Teresa Wilms Montt y sus hijas.

                                                        

                                                              ...


“Un día me lo encontré en Lima, tirado en el suelo, hecho una mierda en la calle, y lo levanté. Él me miró y me dijo “Suéltame, soy Martín Adan”. “No, le dije, soy yo Carlos Miguel de la Fuente Gálvez y tú eres mi tío querido Rafael de la Fuente Benavides”. Entonces me miró, me sacudió y me dijo ”Vete, yo soy Martín Adán” leeremos en el perfil de Daniel Titinger sobre el poeta.   


                                                              ...

Lo contradictorio de este libro es que todos los malditos están muertos, sin embargo, vuelven a decir cosas, a hacer, a darnos un golpe en la cara que es igual a decir un libro, suyo por supuesto. Sabremos cosas que hubiéramos preferido desconocer y reiremos por otras que jamás hubiéramos imaginado como que Alejandra Pizarnik cuando bajó dramáticamente de peso recibía a sus visitas desnuda porque era la primera vez que gustaba de su cuerpo o que llamaba de madrugada diciéndole a una madre que despertaba corriendo a coger el teléfono, "señora, su hijo es puto".

Sus carcajadas fueron tantas veces certeza o laberinto en el que los monstruos eran ellos mismos, con la cabeza gigante y espinoza, razgando sus manos que cada vez aguantaban menos su peso. A ellos les esperaban las hogueras junto a cada palabra que escribieron. 

También tomaron de otros lo que tuvieron y debieron pagar la ira de tanta belleza posada sobre su propia miseria.


(En librerías)


Escrito por


Publicado en

Dinosaurios de latón

Prensa cultural