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Las más tristes, las más fuertes mujeres

La Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP) cumplirá 30 años este 2 se setiembre.

Publicado: 2013-09-01


Sus hijos están muertos. Sus esposos, sus hermanos, sobrinas y más familiares, desaparecidos, que es igual a decir que sus huesos se guardan en algún lugar ajeno sobre el que la mayoría no ha posado aún los bordes de sus polleras, ni sus sandalias, ni sus pies, que llevan andando más de 30 años. 

No han podido levantar la vista, ser cegadas por el sol y caer sobre la fosa en la que se encuentran sus hijos y sentir que finalmente llegaron, que el camino terminó, que tanto dolor, con tal de volverlos a tocar, valió la pena, que están juntos y pueden abrazarse a pesar de lo que les hicieron a sus cuerpos y a su miedo. Ninguna puede escuchar que eso no ocurrirá. Es lo más probable. Siguen buscándolos y lo harán hasta que su propia muerte se una a la de sus hijos en un mismo cuerpo, el de ellas. Se llevarán en los labios la misma pregunta que rigió sus vidas desde que se los llevaron. ¿Dónde están? Esa oración logró una de las más tristes ceremonias en nuestro país. En ella se juntan madres, hijos, la mutilación, miedo, rabia, violaciones, gritos que se envuelven en trapos sucios dentro de la boca de quienes rogaron porque tanto dolor parara.

Preguntarse: ¿dónde están? también dejó fuerza, mucha fuerza, llanto, el peso de llevar una fotografía en el pecho y ser señaladas para siempre. Exigen lo que les quitaron: lo más importante: la presencia de alguien, su paz. Son las madres de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP) y  cumplen 30 años.


Los días 26 y 27 de agosto se realizó en Ayacucho el Encuentro internacional con dirigentes de organizaciones de víctimas de Latinoamérica y sus esfuerzos de búsqueda de justicia y memoria. Las madres de ANFASEP participaron dentro del marco de los diez años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad.



Las manos de mi madre y su tosca vejez

Quizá lo último en lo que pensaron las víctimas de la violencia política antes de ser asesinadas fue en las manos de quienes iban a tocar sus restos alguna vez, cuando los encontraran.

Las manos de mamá Angélica son pequeñas, se dejan envolver tibias, sudadas, hasta que las aprieta fuerte y dice el nombre de su hijo mostrando los ojos empequeñecidos detrás de su piel: Arquímedes.

“Por allá, saltando se lo han llevado”, dice mientras nos invita a pasar a su casa. Posiblemente hace 30 años cogía las manos de los demás con la misma fuerza; sin embargo, con más esperanza. Arquímedes podría estar vivo. Lo buscaba en las quebradas, en los campos alejados de Ayacucho, en las calles. Los militares arrancaban las cabezas a los cadáveres para que no los reconocieran. Todos ellos entraban por los ojos de mamá Angélica. Los veía devorados por animales, por la tierra, el tiempo, secándose bajo el sol, volviéndose cada vez más irreconocibles. Cada vez sus cabezas rodaban más lejos de los pies de sus madres y de su paso por encontrarlos.

Angélica Mendoza tiene más de 80 años, camina lento, mueve las manos y los brazos con esfuerzo para señalar el muro por donde entraron los militares. “A mi casa se metieron, mamá. Y se lo llevaron a Arquímedes. A Los Cabitos lo llevaron a las 12 de la noche. Mi hijo estaba durmiendo, nada había hecho, si tenía 16 años. ¿Por qué se lo llevan?, les gritaba, y nada de caso me hacían. Me empujaron, igual se lo llevaron. Me dijeron que solo lo iban a interrogar, que ya lo iban a traer. No he dormido. Cuando amaneció le fui a buscar. No, no hay tu hijo, así me dijeron en la guardia civil, en Los Cabitos, nada. Quince días después recibí un papelito de Arquímedes. Me decía que estaba en Los Cabitos, en el cuartel. Pero de nuevo me negaron. A la Fiscalía me fui a llorar y ahí todas llorábamos”.

Rodeada de otras mujeres, las más tristes, las más fuertes mujeres que arrojaba la violencia interna en el Perú, Angélica, su desesperación y la zozobra fueron poco a poco un grupo que reclamaba a coro, después, la asociación. Así se funda ANFASEP en 1983. Poco tiempo después estaba compuesto por 800 madres, esposas y familiares de secuestrados. Las llamaron terrucas, las subestimaron, pensaron que eran solo unas campesinas que no lograrían mucho, hasta les ordenaron que dejen de buscar, que se olviden, que a sus hijos se los habían comido los perros. 

Arquímedes Ascarza no volvió a aparecer y es una de las víctimas de los más crueles abusos de los militares en Ayacucho contra la población indígena. Desde entonces su madre fue llamada por todos Mamá. Era lo más saltante en ella. Mamá Angélica, le digo también mientras me voy soltando de sus manos. 


Ancianas gestantes

Las madres de la asociación han alcanzado una edad avanzada. Muchas de ellas han muerto sin saber qué les ocurrió a sus hijos, esperando poder encontrase con ellos en esos otros planos que van fabricando la fe y las creencias.

La muerte debe ser una certeza para el verdadero luto. En el caso de mamá Angélica y las otras mujeres que han peleado con ella durante todo este tiempo, la muerte se mudó a sus propios vientres como la zozobra, como el silencio en la oscuridad que sabemos, se quebrará dentro de poco. La muerte, sus hijos y lo que imaginaron que les pudieron hacer, se mudó dentro de ellas, volvió a sus entrañas y se alimentó de cada segundo de cambio en su cuerpo. Sus hijos volvieron a la entraña más amarga y ahí se guardarán hasta que sus huesos aparezcan y el dolor salga rasgando sus bocas  como lo hicieron ellos mismos cuando nacieron. La muerte las hará parir de nuevo cuando los hallen; de lo contrario, morirán con ellos dentro de sus vientres, como si los volvieran a concebir, sin dejarlos salir jamás.  




(ANEXO)

BUSCANDO RESPIRAR EL POLVO DE SUS HUESOS 

A diez años de la entrega del Informe de la CVR, las madres de ANFASEP hacen una ceremonia simbólica en La Hoyada, Ayacucho, donde los militares enterraron e incineraron a cientos de sus víctimas.



Atravesamos un campo, bordeando los espacios, las fosas, cuidando no caer en el mismo lugar en el que los restos de cientos de personas se enterraron durante tanto tiempo, escondidos mientras que en las casas de las que los arrancaron, sus madres y familiares seguían repitiendo su nombre, esperando que regresen, que vuelvan a sentarse a la mesa y así servirles un plato de sopa que podrían sorber hasta envejecer dentro de la misma escena. Bordeamos los últimos lugares de tantos cuerpos y cuando el aire golpeó nuestros ojos, imaginamos sobre esa tierra seca todo lo que les hicieron. Mujeres violadas en presencia de sus maridos, hermanos y padres, niños mutilados, hombres cuyas extremidades fueron repartidas por el mismo campo se extendían ahí, mientras caminábamos. Cerca, nos seguían las mismas botas que tiraban abajo las puertas de sus casas para llevárselos. Era imposible no imaginarlos a ellos también.

Todos estaban ahí, de nuevo. Estábamos juntos como en una misma fosa, moviéndonos hacia la ceremonia que declara simbólicamente La Hoyada como lugar de la memoria. Una madre de ANFASEP dice “hasta una embarazada de siete meses habían quemado aquí, Dios…” y cuida sus pasos entre el pasto seco, maleza y mala hierba.  Cuida no resbalar en el mismo sitio. Al llegar al lugar de la ceremonia los familiares y miembros de organizaciones de derechos humanos y asociaciones, empiezan las ofrendas. Debajo de la cruz de lo que han declarado el santuario de las víctimas de Los cabitos, colocan con delicadeza una tela blanca y la bandera de ANFASEP. Guaguas, flores, frutas, velas, fotografías se tienden sobre las telas. Y como si fueran parte de estas mismas ofrendas tres niños ríen de cerca, se apoyan y columpian en la misma cruz de cemento que dice “En memoria de las víctimas de la violencia 1980-2000”.

“Puro muerto hay aquí, fantasma no más debajo de todos nosotros, a todos han matado dice mi mamá, por eso no me gusta vivir aquí. ¿dónde vivo? Aquí cerquita” y señala las casas de techos de calamina y plástico a pocos metros, los ultimos plantados por las mismas piedras que fueron recogiendo de La Hoyada. Un poco más lejos está la cárcel de Ayacucho y el niño agrega, “alla vive mi papá, pero ahí seguro no hay fantasmas”. Los otros dos niños ríen y se acomodan a un lado. La ceremonia va a comenzar.

Los familiares de las víctimas de los Cabitos exigen ahora a las autoridades que los campos que usaron los militares como fosas comunes se conviertan en un campo santo. Muchos cuerpos no podrán dejar esa tierra nunca, por lo que consideran que esta, su ultima morada sea reconocida como un santuario por la memoria de los desaparecidos.




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En enero de 1983, el general Clemente Noel Moral, jefe político militar de Ayacucho, instala su centro militar de operaciones conocido como Los Cabitos, principal centro de detenciones clandestinas, torturas, violaciones sexuales, ejecuciones extrajudiciales. Tenían un horno y ahí fueron incinerados más de 300 cuerpos. Muchos fueron a parar en el cementerio clandestino del cuartel. En 2005 comenzaron las exhumaciones, llegando a hallar hasta un centenar de fosas comunes. 109 cuerpos fueron recuperados, 54 incompletos y 55 fragmentados. La estructura del horno estuvo a la vista de todos, tanques de combustible, y más. Los cuerpos pertenecían también a niños cuyos cráneos fueron atravesados por balas.



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Dinosaurios de latón

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